Volví a Orizaba después de
algún tiempo fuera. Cuántos años habrán pasado desde entonces… Era el centro viejo
algo casi inexistente, sin embargo, el
centro turístico siguió con su particular colorido y acabados falsos, un gusto
sin identidad y estadounidense, donde todas las puertas y ventanas venían de fábrica. Llamé a Sara, quien era mi
única amiga para aquellos tiempos; todos los demás siguieron su vida lejos, en
otros continentes quizá.
Creí que Sara iría al lugar
donde me encontraba, pues la ciudad ya parecía otra y realmente no había algún
punto reconocible: modernas plazas comerciales, un metro bus atravesando por
sus dos mitades bien trazadas todo el valle; cerros con túneles que se perdían
en la oscuridad; un teleférico en ruinas; rascacielos de no sé cuántos pisos…
En fin, como Sara era una mujer por demás independiente, le era fácil pensar
que todos nos asumíamos igual que ella. Pero yo no, yo realmente necesitaba una
guía para caminar de la estación de autobuses al punto en que ella se
encontraba. “Más allá del mercado estoy tomándome unas chelas, ahí llegas”. El
mercado aún funcionaba, pero todo lo que lo rodeaba era nuevo. No sé cuántas
calles arriba tuve que andar, y cada vez que Sara contestaba mi llamada, sólo
repetía “tú sigue caminando, vas a ver que sí das”. Como fuera, los edificios
poco a poco fueron disminuyendo su altura. Y de pronto ahí estaba, no igual a
mis recuerdos de la niñez, pero el corazón de la ciudad persistía, viejo y
apolillado. Por fin encontré construcciones coloniales, imponentes pilares de
fachadas porfirianas… quién lo diría, la ciudad aún tenía vida. Mientras
caminaba, y ya sin preocuparme por mi encuentro con Sara, experimenté una serie
de “deja-vus”. En mis sueños de juventud ya antes había estado en aquéllos
escenarios; empecé a cuestionar si no sería éste uno más. No sé siquiera cómo
describir la atmósfera, porque fue instantáneo el sentimiento y paredes como
esas no caben en las palabras. Ya lejos del movimiento citadino, se alargaba una
gran plaza con piso de azulejo antiguo. En su conjunto, los azulejos formaban
un gran diseño de estilo árabe, con garigoleados en tonos cafés y rojos. Era
sólo una gran plaza, un zócalo. No había nada ahí, más que el piso deslumbrante
y fracturado.
En la última llamada que
tuve con Sara, me dio instrucciones otra vez: “así como vas, sigue caminando,
cuando estés por pasar debajo de un puente me vuelves a marcar”. Así lo hice,
seguí en línea recta mi destino, atravesé el zócalo desierto, pasé por un par de
misceláneas de aquéllas que mis padres seguro visitaban en su niñez, pasé por
una especie de mirador desde el que se podía apreciar el patio de una escuela,
y el sonido del balón de futbol y las risas y los gritos, una vez más
revivieron sueños y recuerdos. “Esto ya lo viví antes, o lo soñé”. Iba
distraída mirando el remolino de niños corriendo a lo lejos, hasta que volteé
de pronto y ahí estaba algún tipo de puente peatonal, o de puente de río en
desuso. “Sara, ya estoy pasando por el puente, ahora qué”. “Dobla en la esquina
a mano derecha y por ahí me verás”. La calle se hizo angosta después del
puente, hasta que llegué a mi destino. Ahí estaba Sara tan fresca, con los
rayos de sol reflejándose en sus gafas y su vestido negro con flores blancas. Y
como siempre una cerveza en su mano. Cuánto tiempo, y era casi igual que hace
sinfín de primaveras.
Era un otoño inusual, había
un aire seco en el ambiente, Sara ni notaba que yo me acercaba a la mesita
donde reposaba. Miré inquieta cuál sería su distracción, qué la habría hecho
quedarse las horas en lugar de acudir a un encuentro más próximo por donde yo
me encontraba. Un par de golondrinas volaban al ras del suelo. Pero el cielo
era de un azul infinito, ni una nube. Qué tipo de danza fabricaban estas aves, amantes
de la lluvia, en un día tan soleado y seco como aquél. Quedé perpleja, una vez
más la escena me era familiar. Al cabo de un rato volví la mirada hacia la
mesita donde estaba Sara, pero ya no la encontré. Sólo el perfume a cigarro
recorría el andador lleno de mesas vacías. Así fue que lo reconocí, yo tampoco
estaba ahí.